¿Por qué nos cuesta comunicarnos con los adolescentes?
Quizá porque pretendemos acercarnos a ellos desde un plano tan complejo y tan racional, en el que físicamente les identificamos como adultos y sin embargo a nivel emocional –a menudo– presentan el perfil de niños/as. Y eso, evidentemente, nos confunde. Si aprendiésemos a renunciar a nuestro mundo simbólico, no teniendo esta renuncia un carácter peyorativo sino en búsqueda de un lugar de encuentro común, podríamos tratar de entender que la conducta y la rebelión del adolescente nacen de la percepción de un mundo caótico.
El adolescente odia la verticalidad en las relaciones porque de alguna manera es esa rabia la que configura el motor de iniciación de un proceso tan fundamental como olvidado: la individuación. Cuando esto –necesariamente– ocurre, a menudo se sacrifica identidad grupal (familia) en pos de la individual. O en su defecto, la de sus iguales. Porque éstos –el grupo de iguales- resulta ese lugar de entendimiento, donde todo es igual de bruscamente emocional e inestable para todos, por lo que se acepta que así sea, sin juicio alguno.
Cómo vamos a pretender que un adolescente nos cuente acerca de su vida, ¿si nunca ha oído nada acerca de la nuestra?
El adolescente se encuentra cómodo en la reciprocidad, por eso necesita tan fervientemente la sensación de pertenencia a su grupo de iguales. Quizá fuese buena idea comenzar por revelarles cosas importantes para nosotros/as, contarles lo que nos afecta o sencillamente nuestro día a día. Es una manera de ponérselo más fácil, ya que el adolescente se encuentra permanente amenazado por un mundo en el que se le ve demasiado adulto para ser niño, y demasiado niño para ser adulto. ¿A quién le gusta la ambivalencia?
Podemos darles responsabilidades sin exigir que las cumplan todas en ese exacto momento. Podemos darles la libertad para decidir a dónde quieren dirigir su vida a la vez que asegurarles que siempre tendrán un lugar seguro a donde regresar. Es mucho más fácil caminar sólo si sabemos que hay alguien que nos espera por detrás, ¿no? Podemos no exigirles ser serios y racionales en todo momento, aceptar que existen momentos de duda –permitir su existencia– y reafirmarles en que es normal no tener la vida planeada a los 16 años. Hablémosles utilizando un lenguaje que entiendan y que no les haga sentirse fuera de otro círculo más, pero sin llegar a infantilizarles.
Trata de escuchar activamente cuando te cuenten algo, puede que aquello para ti no tome ninguna importancia especial, pero puede haber sido fundamental en el día de ese adolescente que lo verbaliza.
Para eso, también es fundamental que establezcamos contacto visual cuando podamos, que no sientan que lo que cuentan es una historia que oír de fondo mientras planchamos 18 camisas, cocemos unas lentejas u ordenamos papeles.
Aunque tú ya intuyas que quiere contarte o decirle algo, no le apremies en ello, simplemente hacerle sentir cómodo para que lo verbalice cuando se sienta para hacerlo. Son aquí muy comunes las llamadas conversaciones de coche, pues mientras conducimos, el adolescente se suele sentir a gusto y no invadido como para poder hablar en un tono más emocional.
Puedes reflejar sus emociones, para que ellos/as se sientan comprendidos y más cercanos a ti. Si por ejemplo un adolescente te dice que está súper enfadado porque en el partido de hoy su entrenador no le sacó nada a jugar, reflejar emociones sería algo así como: “vaya, entiendo que estás rabioso ¿no? Has estado entrenando mucho para el partido de hoy y te hubiera gustado jugar unos minutos”. Ver nuestras propias emociones fuera nos da claridad y nos provoca una sensación de alivio muy placentera.
Aprender a comunicarnos con los adolescentes no sólo nos solventará varios problemas del día a día y nos evitará malinterpretaciones, sino que también ambas partes aprenderemos mucho del otro en dichas conversaciones.